sábado

PEDRO SALINAS

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¿Serás, amor,
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y sólo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo:
es prolongar el hecho mágico,
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan,
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte, o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde pueda besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
donde se le siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos o voces,
se despiden con señas materiales.
Es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.


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Miedo. De ti. Quererte
es el más alto riesgo.
Múltiples, tú y tu vida.
Te tengo, a la de hoy
ya la conozco, entro
por laberintos, fáciles
gracias a ti, a tu mano.
Y míos, ahora, sí.
Pero tú eres
tu propio más allá,
como la luz y el mundo:
días, noches, estíos,
inviernos sucediéndose.
Fatalmente, te mudas
sin dejar de ser tú,
en tu propia mudanza,
con la fidelidad
constante del cambiar.

Di: ¿podré yo vivir
en esos otros climas,
o futuros, o luces
que estás elaborando,
como su zumo el fruto,
para mañana tuyo?
¿O seré sólo algo
que nació para un día
tuyo (mi día eterno),
para una primavera
(en mí florida siempre),
sin poder vivir ya
cuando lleguen
sucesivas en ti,
inevitablemente,
las fuerzas y los vientos
nuevos, las otras lumbres,
que esperan ya el momento
de ser, en ti, tu vida?


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Cuando cierras los ojos
tus párpados son aire.
Me arrebatan me voy contigo, adentro.

No se ve nada, no
se oye nada. Me sobran
los ojos y los labios,
en este mundo tuyo.
Para sentirte a ti
no sirven
los sentidos de siempre,
usados con los otros.
Hay que esperar los nuevos.
Se anda a tu lado
sordamente, en lo oscuro,
tropezando en acasos,
en vísperas; hundiéndose
hacia arriba
con un gran peso de alas.

Cuando vuelves a abrir
los ojos yo me vuelvo
afuera, ciego ya,
tropezando también,
sin ver, tampoco, aquí.
Sin saber más vivir
ni en el otro, en el tuyo,
ni en este
mundo descolorido
en donde yo vivía.
Inútil, desvalido
entro los dos.
Yendo, viniendo
de uno a otro
cuando tú quieres,
cuando abres, cuando cierras
los párpados, los ojos.


ETERNA PRESENCIA

No importa que no te tenga,
no importa que no te vea.
Antes te abrazaba,
antes te miraba,
te buscaba toda,
te quería entera.
Hoy ya no les pido,
ni a manos ni a ojos,
las últimas pruebas.
Estar a mi lado
te pedía antes;
sí, junto a mí, sí,
sí, pero allí fuera.
Y me contentaba
sentir que tus manos,
me daban tus manos,
sentir que a mis ojos
les debas presencia.
Lo que ahora te pido
es más, mucho más,
que beso o mirada:
es que estés más cerca
de mí mismo, dentro.
Como el viento está
invisible, dando
su vida a la vela.
Como está la luz
quieta, fija, inmóvil,
sirviendo de centro
que nunca vacila
al trémulo cuerpo
de llama que tiembla.
Como está la estrella,
presente y segura,
sin voz y sin tacto,
en el pecho abierto,
sereno, del lago.
Lo que yo te pido
es sólo que seas
alma de mi ánima,
sangre de mi sangre
dentro de las venas.
Es que estés en mí
como el corazón
mío que jamás
veré, tocaré,
y cuyos latidos
no se cansan nunca
de darme mi vida
hasta que me muera.
Como el esqueleto,
el secreto hondo
de mi ser, que sólo
me verá la tierra,
pero que en el mundo
es el que se encarga
de llevar mi peso
de carne y de sueño,
de gozo y de pena
misteriosamente
sin que haya unos ojos
que jamás le vean.
Lo que yo te pido
es que la corpórea
pasajera ausencia
no nos sea olvido,
ni fuga, ni falta:
sino que me sea
posesión total
del alma lejana,
eterna presencia.

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