jueves

NANCY MOREJÓN

El Tambor

Mi cuerpo convoca la llama
Mi cuerpo convoca los humos
Mi cuerpo en el desastre
Como un pájaro blando
Mi cuerpo como islas.
Mi cuerpo junto a las catedrales.
Mi cuerpo en el coral
Aires los de mi bruma
Fuego sobre mis aguas.
Aguas irreversibles
En los azules de la tierra
Mi cuerpo en plenilunio
Mi cuerpo como las codornices
Mi cuerpo en una pluma
Mi cuerpo al sacrificio
Mi cuerpo en la penumbra
Mi cuerpo en claridad
Mi cuerpo ingrávido en la luz
Vuestra, libre, en el arco.




Lluvia sobre tejados

Quien pudiera escribir sobre estos tejados
musicales y casi dormidos
por eso mismo quizás envueltos
en la lluvia y por eso mismo quizás cayendo
en el corazón ajustado de alguien
sin que nadie se esté dando cuenta.
Algunos tejados están cantando en su temblor,
están mojándose por una lluvia que nadie ha anunciado,
que nadie puede reconocer sino las gotas más pequeñas,
las gotas que ruedan
hacia el asfalto bordado de piedrecillas
y huecos grandes como espacios abiertos
ante las balas de un ejército de ocupación asesina.
Estos animosos tejados
grises en su esplendor urbano,
alborotados en la pupila de alguien que los contempla
con el azoro de antaño, cuando los negros curros campeaban
bajo la luz de estos tejados buscando los colores de su pasado
y el canto ciego de sus gargantas...




Elogio de la Danza

El viento sopla
Como un niño
Y los aires jadean
En la selva, en el mar.
Entras y sales
Con el viento,
Soplas la llama fría:
Velos de luna soplas tú
Y las flores y el musgo
Van latiendo en el viento.
Y el cuerpo
Al filo del agua
Al filo del viento
En el eterno signo de la danza.




Círculos de oro

Cantan las aves en la mañana,
sobre el techo de la iglesia meditabunda
pero nadie las escucha a las aves tranquilas
sino el explorador que bajó de las montañas
después de la lluvia. Andar y andar,
atravesando los pastos húmedos,
es una forma de conocer el ambiente
de este pueblo extraño donde las calles
son círculos de oro traidos de la alta mina.
Andar y andar, después que los relámpagos
trajeron su verdad hasta las raíces del almendro en flor.
Oímos todavía el canto bendito de las aves
en la mañana
pero hay unos forasteros, que son soldados,
con sus fusiles en ristre a punto de disparar
sobre la luz del vuelo emprendido por las aves
que cantan en la mañana.
Andar y andar del amigo que contempla
la escena asaltado por el azoro más indescriptible.
Disparan sobre el vuelo azul de las aves
los invasores impunes con sus cascos feroces
y sus fusiles hambrientos de sangre inocente.
Andar y andar, y no comprender nada
sino el derecho de las aves a cantar
y el derecho de los paseantes a escucharlas.




Apodaca

Todavía despoblada,
brillando en el corazón sin habla
de la peregrina,
entro hacia tus corrientes
sumida por ahora bajo las presiones
de un golfo mudo
que toca el fondo de las islas.
Un mono pequeñito
asoma sus ojazos de lechuza intranquila
y acecha en la penumbra la sombra de la Reina;
monito vivaz
como un colibrí chiapaneco.

Y un gavilán levanta vuelo.

Transcurren las horas
como un agua tibia que saltara entre piedras,
ante cada puerta vieja,
ante cada umbral de humo,
entre vitrales cenicientos y rejas escondidas,
destartaladas,
enrojecidas por el sano viento del Prado.
Y rueda la mañana
para que esta peregrina vaya recorriendo
la estrecha y larga calle habanera que llaman
Apodaca.






Obsidiana
               A Claribel Alegría, en Managua


Obsidiana es una palabra antigua,
más antigua aún que las altas arenas del desierto,
volando entre las bajas colinas de un paisaje
más antiguo que su propia historia.
Leo obsidiana.
Hay una obsidiana entre las manos de Bud.
Al alba, cantan los lagos como nunca.
Leo obsidiana.
Escribo obsidiana.
Con ella entro a los secretos de las montañas,
a los de la luna alta y blanca,
luna sembrada en los cielos
y en el follaje nacido alrededor de estos volcanes.





A un muchacho

Entre la espuma y la marea
se levanta su espalda
cuando la tarde ya
iba cayendo sola.

Tuve sus ojos negros, como hierbas,
entre las conchas brunas del Pacífico.

Tuve sus labios finos
como una sal hervida en las arenas.

Tuve, en fin, su barbilla de incienso
bajo el sol.

Un muchacho del mundo sobre mí
y los cantares de la Biblia
modelaron sus piernas, sus tobillos
y las uvas del sexo
y los himnos pluviales que ancen de su boca
envolviéndonos si como a dos nautas
enlazados al velamen incierto del amor.

Entre sus brazos, vivo.
Entre sus brazos duros quise morir
como un ave mojada.


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